La ley que está a punto de aprobarse para reducir las condenas de los etarras, descontando los años cumplidos en cárceles francesas, es mucho más que un simple trámite legal. Esta decisión, que afecta directamente a criminales como Javier García Gaztelu, más conocido como «Txapote», pone en tela de juicio algo esencial para nuestra sociedad: ¿qué clase de justicia estamos dispuestos a ofrecer a aquellos que asesinaron a sangre fría y no muestran arrepentimiento? ¿Acaso hemos olvidado lo que hizo Txapote y tantos otros como él, aquellos que no solo no piden perdón, sino que aún hoy añoran los tiempos de la violencia y el terror?
Hablar de Txapote no es hablar de un preso común. Estamos hablando del verdugo de políticos como Miguel Ángel Blanco, cuya ejecución estremeció a un país entero y marcó un antes y un después en la lucha contra el terrorismo. Txapote, al igual que muchos otros etarras, nunca mostró arrepentimiento por sus actos. No ha pedido perdón. No ha mostrado ni una sola señal de remordimiento por destrozar la vida de familias enteras. Y ahora, con esta nueva ley, se le ofrece la posibilidad de salir antes de tiempo, de caminar libremente por las calles, sin haber pagado realmente por el daño irreparable que causó. ¿Es esta la justicia que queremos?
¿Justicia o desmemoria?
Aprobar esta ley no solo abre las puertas de la cárcel a asesinos como Txapote, sino que también cierra, de golpe, las puertas de la memoria. Cada excarcelación prematura es un golpe más a la dignidad de las víctimas, a las familias que aún lloran a sus seres queridos y a una sociedad que juró no olvidar. Nos enfrentamos a una disyuntiva dolorosa: o recordamos lo que fue ETA y exigimos justicia, o cedemos a la presión de aquellos que intentan blanquear el pasado.
La excusa de que estos criminales ya cumplieron parte de su condena en Francia es un insulto a la inteligencia colectiva de España. Aquí no se trata de tecnicismos jurídicos. Se trata de un crimen moral, de una traición a la memoria de aquellos que fueron asesinados por la espalda, sin opción a una segunda oportunidad. Ellos, las víctimas, no podrán volver a abrazar a sus hijos, ni disfrutar de un atardecer, ni caminar libres por las calles. ¿Por qué, entonces, ofrecer este privilegio a quienes los asesinaron?
Los que no se arrepienten
Hay algo profundamente inquietante en este proceso: la indiferencia de muchos de estos criminales ante sus propias acciones. Txapote, como tantos otros, ha dejado claro que no reniega de su pasado violento. En su mente, sus crímenes fueron justificados por una causa. Para ellos, no hubo errores, no hubo vidas inocentes. No hay remordimientos. No existe el deseo de enmendar el daño hecho. ¿Cómo podemos aceptar que un asesino que no muestra ni una pizca de arrepentimiento vea su condena reducida? ¿Qué mensaje estamos enviando a las futuras generaciones?
Estas leyes, que permiten que alguien como Txapote reciba beneficios penitenciarios, muestran una peligrosa indulgencia hacia quienes deberían ser tratados con la máxima severidad. Porque aquí no estamos hablando de rehabilitación. No estamos hablando de justicia social ni de reintegración. Estamos hablando de que los verdugos saldrán antes que el dolor de las familias se haya disipado.
El riesgo de una memoria selectiva
Los defensores de estas reformas penitenciarias suelen hablar de reconciliación y paz social. Pero, ¿de qué reconciliación podemos hablar cuando las heridas están lejos de sanar? ¿Cómo puede haber paz social si aquellos que han sembrado el terror siguen sin mostrar un mínimo de arrepentimiento?
Al final, esta ley no es más que otro intento de algunos sectores por reescribir la historia, de lavarle la cara a ETA y a su legado de terror. Aquellos que hoy en día defienden la excarcelación de etarras como Txapote, lo hacen con una calculadora política en la mano, sin tener en cuenta el dolor de las víctimas ni el impacto en nuestra sociedad. Pretenden que olvidemos, que miremos hacia otro lado, como si las décadas de violencia y muerte pudieran ser borradas con una firma.
Pero nosotros no podemos olvidar. No debemos olvidar. Los tiempos de la violencia no pueden volver, ni siquiera en forma de una amnesia colectiva impuesta por el gobierno. No puede haber indulgencia con quienes ni siquiera han tenido el coraje de reconocer sus crímenes.
Una reflexión final
Cada día que pasa acerca a criminales como Txapote a la libertad, mientras las familias de sus víctimas siguen cargando con el peso de la ausencia. ¿Es esta la sociedad que queremos? ¿Una en la que los asesinos caminan libres sin haberse arrepentido, mientras el dolor sigue latente? Quienes añoran los tiempos de la violencia no deberían tener lugar en nuestra sociedad. Y mucho menos, el privilegio de una excarcelación prematura.
Es hora de tomar una posición firme. No se trata solo de justicia legal, sino de justicia moral. La memoria de las víctimas no es negociable, y aquellos que han infligido tanto dolor deben cumplir con sus penas completas. Solo así podremos asegurar que los fantasmas de ETA no sigan recorriendo nuestras calles, y que el legado de sangre y terror no se diluya entre el olvido y la complicidad política.
Porque una sociedad que olvida su pasado está condenada a repetirlo. Y nosotros, como sociedad, no podemos permitir que asesinos sin arrepentimiento vuelvan a caminar entre nosotros sin haber pagado el precio completo por sus crímenes.
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