La crisis que vive Rioja Alavesa no es solo económica, sino una clara muestra de abandono por parte de las autoridades que parecen conformarse con un modelo elitista de producción. En dos años, 44 bodegas han cerrado sus puertas, y la respuesta de las instituciones ha sido aplaudir a las pocas que apuestan por crianzas, dejando atrás a los pequeños productores que no tienen los recursos para competir en ese mercado.
La realidad es que esta crisis no afecta por igual a todos. Las bodegas que pueden permitirse diferenciarse por su “calidad” sobreviven, mientras que las más tradicionales, que producían vino cosechero, caen una tras otra. Este desequilibrio está generando una fractura social en la comarca: 700 empleos perdidos en ocho años y un futuro incierto para cientos de familias que han vivido del vino durante generaciones.
Políticamente, la estrategia de diferenciación con la etiqueta «Arabako Ardoa» parece más un parche que una solución real. ¿Por qué las instituciones no están haciendo más para proteger a las bodegas más vulnerables? ¿Es suficiente con promover la «calidad» sin un plan integral que abarque a todos los sectores?
El colapso económico también está a la vista. El precio de la uva ha caído en picado, de 1,19 euros en 2017 a 0,71 euros en 2022, mientras que los costes de producción se han disparado. Este escenario pone en jaque la supervivencia de los pequeños viticultores. A pesar de ello, la narrativa oficial insiste en que todo se arreglará apostando por la calidad.
Lo que está en juego no es solo la economía de Rioja Alavesa, sino su identidad. ¿Realmente estamos dispuestos a sacrificar a las pequeñas bodegas en nombre de una calidad elitista? Sin una acción urgente y efectiva, la comarca puede perder mucho más que 44 bodegas; puede perder su alma.
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